El miedo a hablar en público I – Una experiencia personal: la cruz
En la preciosa península ártabra. Un día gris y lluvioso del mes en el que don Carnal recibe sus ofrendas, en el año en el que Cobi y Curro se paseaban por el mundo como embajadores de lo que en la siguiente década comenzó a llamarse la «Marca España», me dirigía a mi primera experiencia como ponente.
Recuerdo cuando me identifiqué en un vestíbulo vacío ante una servicial azafata. Recuerdo pensar «Menos mal. No hay nadie». Recuerdo cómo la servicial azafata me acompañó hasta la puerta del auditorio y recuerdo que al abrirla vi una sala ascendente llena de butacas aterciopeladas en rojo inglés que me hizo caer en una histeria cardíaca. ¡Estaban todas las butacas ocupadas y hasta había gente de pie en los pasillos laterales!
Recuerdo el frío que, a pesar de la calefacción, comenzaba a aflorar por la columna vertebral hacia la nuca y recuerdo cómo mi paladar se convertía en embajador de algún lejano desierto.
Recuerdo poner cara de póker y buscar la tranquilidad concentrándome en las intervenciones. Fue una decisión muy inteligente, así pude comprobar que los demás conferenciantes parecían estrellas de la comunicación.
Recuerdo que mis pulmones no eran capaces de admitir tanto oxígeno como el que alguien se obstinaba en suministrarles.
Dijeron mi nombre y subí al estrado. No recuerdo cómo lo hice, pero seguro que lo hice. Lo que sí recuerdo es mi primera mirada frente a frente a un auditorio repleto de personas que impresionaban mucho más de lo normal. Todas venían provistas de dos ojos y traían, además, dos oídos.
Recuerdo cómo algo con vida propia bajo mis sienes pujaba por salir de un lugar que ya no le era cómodo.
Todos ellos; personas, ojos y oídos – por algún motivo no veía inofensivas orejas – estaban pendientes de mí. Nadie hablaba y parecían esperar que yo dijera algo muy importante.
Suspiré por enésima vez.
Repentinamente pareció que las mariposas que llevaban semanas de okupas en mi estómago hubieran emigrado. Su lugar fue tomado por un enjambre de avispones cabreados.
A partir de ese momento mis recuerdos están aún más desenfocados. Empecé a percibir a cámara lenta. Muy lenta. Imagino que mi mente estaba recreándose en la experiencia. ¡La cabrona esa!
Recuerdo comenzar mi ponencia con las palabras previstas. También recuerdo pensar -esto ya me había sucedido la primera vez que me habían hecho una entrevista en la televisión, con motivo de los estragos provocados por el virus Viernes 13- que los latidos de mi corazón tenían, forzosamente, que escucharse a través del micrófono.
Hubo un momento en el que ya no recordaba absolutamente nada de lo que tan meticulosamente había memorizado.
No tuve más remedio que comenzar a leer.
Leer tenía la ventaja de que no veía ni los ojos, ni los oídos. Aunque de algún modo milagroso debía haber desarrollado el poder de «Dan Defensor» porque sentía las miradas y las «oídas» con intensidad palmaria.
La desventaja vino porque ahora me oía a mí mismo lo que provocó que comenzase a escuchar a alguien que no me era familiar. Tenía mucha experiencia en el tema y en un mundo en el que Internet estaba a una década de su eclosión, había trabajado intensamente la ponencia. No obstante, escuchaba a alguien que no parecía yo, lo que provocó que me sintiera ridículo. Ridículo y fuera de lugar.
Mi lengua parecía no tener ya suficiente espacio en una cavidad que había tornado su humedad natural en incomprensible secarral. La consecuencia fue que chasqueaba cada vez que buscaba, de forma infructuosa, el preciado néctar.
Cada chasquido provocaba un nuevo suspiro y este un nuevo latigazo en mi mente que aullaba; «¡Lárgate de aquí! ¡Huye!» ¡La muy cabrona! En vez de ayudarme había caído en el pánico huyendo del auditorio como alma que lleva el diablo dejándome completamente sólo ante todas aquellas personas, ojos y oídos.
El cóctel de sentimientos fue la gota que colmó el vaso de mi aguante emocional.
Miré al auditorio -seguramente con ojos de cordero a medio degüello- y dije algo parecido a «Seguro que ustedes no están aquí para escuchar mis experiencias sino para resolver sus dudas sobre la revolución digital en la prensa. Encantado atenderé sus preguntas».
Para mi sorpresa hubo muchas preguntas y en esta parte ya me desenvolví mucho mejor. No obstante, personalmente, la sensación de cagada fue monumental.
Por contra, Valentín Alejandro y Antonio Sanjuán -director y subdirector, en aquel momento, de El Ideal Gallego- y el resto de los organizadores fueron muy amables y cariñosos. Incluso me regalaron una figura de Sargadelos que guardo como un tesoro personal.
Cuando me encontré sólo en el coche de vuelta a casa me dije aquella frase rescatada de Indiana Jones y la última cruzada que decía «Chico, hoy has perdido, pero no tiene por qué gustarte«.
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Nota: las fechas, lugares, hechos y personajes que aparecen en esta publicación son reales y fiel reflejo de la memoria del autor.
Imagen generada por Bing.
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Gracias por compartir una experiencia tan intensa. Esto nos da a los que pasamos por ello con sensaciones parecidas mucha moral.
Laura, gracias a ti por participar.
Realmente he llegado a sentir como me recorría un sudor frío por la nuca. Ya me veía en el estrado. Me has hecho vivir la experiencia en primera persona.
Tienes un don especial para trasmitir sensaciones, para, en definitiva, COMUNICAR.
Gracias, permaneceré atento a las siguientes entregas.
Javier, gracias por tu comentario.
Espero ser capaz de convencerte con los próximos artículos de que no es un don. Sólo trabajo duro. Ni más, ni menos.
He de reconocer que cuando lo comentaste en el curso pensé que estabas siendo condescendiente y que en realidad no te había pasado lo a ti lo que contabas. Impresionante la evolución