Sabio no es quien enseña sino quien es capaz de aprender.
El sabio suele ser considerado como tal al ser capaz de alumbrar un descubrimiento en la mente de sus discípulos. Sin embargo, la realidad es que si él mismo no fuese capaz de mantenerse en el puesto de aprendiz nunca adquiriría más conocimientos que los que tuviera en un momento dado. La consecuencia sería que en ese mismo instante estaría perdiendo la condición de sabio al estar incapacitado para aprender cosas nuevas.
Por lo tanto, el sabio no lo es por su capacidad de enseñar (en este caso hablaríamos de un maestro) sino por su capacidad, supondremos que elevada, de aprender cosas que desconoce.
Si las exposiciones previas no se demostrasen como una falacia involuntaria (te aseguro que voluntaria no lo es) la conclusión del silogismo sería que en las aulas los alumnos serían los verdaderos sabios, siempre y cuando estuvieran siendo capaces de aprender.
Unas semanas antes de la publicación de esta entrada me escuché esta frase como respuesta a los reconocimientos que una alumna me lanzaba al intentar que apreciase, en toda su extensión, la relevancia que mis enseñanzas habían tenido para ella. La idea subyacente me pareció muy poderosa.
Cuando llego a un pensamiento nunca estoy seguro de si este es originalmente mío o si es la germinación de algún recuerdo del subconsciente. No obstante, tengo la la seguridad de que ningún pensamiento es enteramente nuestro ya que somos fruto de las interacciones que mantenemos a lo largo de nuestras vidas con todas las fuentes de información que manejamos: personas, lecturas, películas o programas de radio configuran parte de esas fuentes de enriquecimiento personal.
Sea mía o de quien sea me parece una reflexión clarificadora.