Los objetivos de una presentación

En mis talleres siempre pregunto a los asistentes qué es lo que pretenden cuando se enfrentan a la labor de preparar una presentación: informar o persuadir.

Cuando la audiencia es heterogénea suele haber debate, pero cuando quienes asisten son profesionales del mundo técnico o científico es casi unánime la respuesta  (por una única persona he tenido que añadir el “casi”) de que ellos sólo pretenden informar y que cada quien del público se haga su propia idea, a la vista de la información o de los datos. Habitualmente se reafirman diciendo que los asistentes son técnicos, como ellos, con la misma cualificación que ellos y que como no venden nada no buscan persuadir a nadie.

En algunos colectivos, además, se añade el temor a que el auditorio piense que si el conferenciante pone especial empeño el auditorio llegue a la conclusión, o por lo menos a la sospecha, de que está convenientemente “adoctrinado” por la marca propietaria de lo que sea y todo el mundo sabe que, para un profesional que se precie, nada hay más ofensivo que alguien vislumbre un interés comercial en su incólume trayectoria profesional. ¡No hemos estudiado lo que hemos estudiado para que vengan pensando que somos unos vendedores!

Cuando hablamos de hacer presentaciones o simplemente de hablar con otra persona sobre algo en lo que tenemos criterio, muchas personas confunden el legítimo interés de la persuasión con el censurable, aunque muchas veces útil, recurso de la manipulación.

Según la RAE persuasión es pretender formar un juicio en virtud de un fundamento, es decir; con razones y argumentos por lo que no reconocer que cuando hablamos estamos intentando persuadir a nuestro interlocutor para mí es, sino falacia o embuste, soberbia.

Soberbia porque cuando decimos que no queremos hacer cambiar de opinión a nuestros interlocutores es tanto como reconocer el absoluto desinterés que, a nuestro juicio, tienen las personas que nos están escuchando. Es decir, con una fórmula aceptada y políticamente correcta, estamos diciendo que nos resulta indiferente lo que opinen las amebas que nos escuchan. Lo que es evidente es que un ser superior, como el que les está informando, no va a realizar ningún esfuerzo intelectual para convencer a un ser unicelular y mononeuronal.

Yo lo reconozco públicamente, siempre que hablo en público quiero convencer a los que me estén escuchando. En este momento que estoy escribiendo me gustaría convencerte de mí punto de vista, lo que no quiere decir que no esté equivocado. Será por respeto a la audiencia o porque nunca me he considerado más que un humilde vendedor de sus ideas, no sé…

En todo caso, si no tenemos ningún interés en convencer a quien nos escucha… ¿para qué puñetas les estamos hablando? Si sólo tenemos que informarles de algo, enviémosles un e-mail (yo también lo redactaría para intentar convencerle) y que cada uno llegue a sus conclusiones.

Aristóteles, en su Arte retórica, nos dejó claro que un buen discurso debía cumplir tres objetivos; informar, entretener y persuadir. Podemos debatir si un discurso de la época podría ser asimilable o no a una presentación. En todo caso, yo tengo claro que para mí una presentación bien preparada tiene que buscar (que no lograr) los tres objetivos aristotélicos y si no lo intenta, si no lo planifica, si no lo tiene en cuenta desde el diseño de la presentación nace, a mí juicio, como una presentación sin ambición y por lo tanto, perfectamente prescindible.

Por mí parte sólo quiero ir a presentaciones que el ponente esté tan comprometido con su producto, servicio, idea o proyecto que desee apasionadamente persuadirme, en caso contrario, paso.

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¿Qué quieres que te informen o que te persuadan?

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